Dos sentimientos invadían la cabeza de los colchoneros cuando se cerró el mercado de fichajes. Por un lado, la enorme desilusión, acrecentada semanas después al ver el pago por un futbolista como Pizzi, por no haber invertido en el brasileño Diego Ribas. El hombre que había puesto la guinda a la mágica noche de Bucarest no volvería a vestir de rojiblanco pese a los deseos, casi súplicas, de una afición entregada al futbolista con más calidad que sus ojos habían visto en décadas.